El libro en España en tiempos de Valle-Inclán[1] (Anales de la literatura española contemporánea. Anuario Valle-Inclán XVI, vol 42, Issue 3, 2017, pp. 545-563).

 

En la España del post-Desastre y del sursum corda, la de Valle-Inclán, la producción impresa y la sociedad lectora en España están experimentando unas significativas evoluciones: favorecidas por el progreso de la alfabetización, de la escolarización y la modernización de la sociedad española, se da una relativa masificación, diversificación y abaratamiento de la oferta de lectura  adaptada a las distintas maneras de leer y a unas nuevas expectativas y una creciente simbiosis entre la prensa y el libro, con una acelerada incorporación de unos “nuevos lectores” a la cultura nacional, y la emergencia de unas nuevas maneras de leer al lado de las más tradicionales.

            Este es el marco dinámico en el que voy a procurar situar el libro, como revelador y como agente, entendiendo por libro no solo lo que era según la Ley de imprenta de 1883 entonces vigente (« todo impreso que junta en un solo volumen 200 o más páginas »), sino  el conjunto de la producción impresa, teniendo en cuenta todos aquellos "no libros", "impresos menores" o "impresiones efímeras" —como se llamen— que, también influyen en las evoluciones de la cultura escrita e impresa global.

 

Las distintas formas del libro. Con la progresiva generalización del medio escrito/impreso en la vida oficial y privada, a principios del siglo XX, el entorno visual de los españoles urbanos y rurales va modificándose: los anuncios impresos o pintados y los carteles cromolitografiados en soporte papel y luego metálico, los kioscos con sus variopintos “papeles”, y muchos más semioforos y city texts se adueñan del espacio público urbano hasta saturarlo en algunos casos, como en la Plaza Canalejas de Madrid. Todo ello hace que la ciudad se vuelva un como libro abierto a la vista de todos —una biblioteca callejera.

Por muy limitada que resulte todavía la difusión de la prensa periódica  (la difusión total de los periódicos del Trust de la Prensa no pasa de 250 000 ejemplares hacia 1915), el diario y la revista son, en aquel entonces, los principales medios de acceso a  la cultura escrita, con una oferta de lectura acrecentada, diversificada y modernizada, con la sustitución de los tradicionales “monos” y grabados por las fotos y una evolución de su morfología (caso de ABC con su manejable formato a tres columnas y sus 16 páginas) y unos nuevos hábitos de lectura más extensiva (gracias al sistema de secciones) y socialmente diversificada, con sus  “raciones de lectura” diarias o semanales. Como el folletín que, según el Repertorio de buenas lecturas en 1899, era  “el fondo de lectura,  el más considerable elemento de distracción de nuestras clases populares”, pero va dejando de ser omnipresente y prioritario.

En cambio, otro género—el cuento o relato breve periodístico— muy presente en la prensa finisecular (entre 1890 y 1900, se publicaron más de 10 000), sigue disponiendo de un espacio propio en muchos y, gracias a su brevedad y por tratarse de una narración completa, sigue proponiendo al lector unas muy asequibles y satisfactorias raciones de lectura literaria.

Algo ilustrado por el propio Valle-Inclán, entre 1888 y 1935, con sus 350 colaboraciones en la prensa en 77 publicaciones periódicas (inclusive gallegas como Café con gotas) (Lavaud, 1979, 25-95) con incluso la publicación de novelas enteras como las 17 entregas de Romance de lobos en El Mundo en 1908.

Pero la evolución más significativa en la nuevas propuestas de lectura y maneras de leer—es casi una revolución—, viene sin duda alguna con la generalización de una fórmula editorial ya ensayada por Blasco Ibáñez, con La Novela Ilustrada, y Calleja, con La Novela de Ahora, la colección semanal seriada de gran difusión de cuentos y novelas breves de autores principalmente « nacionales ».

Este producto híbrido (“Ni soy libro, ni periódico, ni revista ilustrada y sin embargo, tengo del libro casi el tamaño… de la revista, el precio, el cuidado en la presentación y en los grabados, y del periódico la intermitencia y la formal cualidad de la aparición a plazo fijo”, dice La Novela Semanal en 1921) ofrece semanalmente, bajo forma de narraciones breves pero completas, una cantidad de lectura comprendida entre 60 y 100 000 caracteres. Entre 1907 y 1939, se pueden contabilizar más de 280 de colecciones con estas características dedicadas a la narrativa breve (Alonso, 2007) —muchas de ellas efímeras—, con una oferta que, de tres en 1909, sube hasta  siete ya en 1917, culminando en 1923 cuando la oferta simultánea de novelas cortas es de ocho series (más ocho efímeras) y de 20 a 35 colecciones si se tiene en cuenta la progresiva diversificación temática. En muchas de dichas colecciones como La Novela Galante, La Novela Corta, La Novela Mundial, La Novela de Hoy, La Farsa, etc, también presentes en la calle (en los kioscos), publica Valle-Inclán muchas de sus narraciones como Beatriz, Augusta, Rosita, Rosarito, Octavia, pero también Ecos de Asmodeo, una novela de 122 páginas.

Al margen de la prensa, sigue existiendo, más bien para unos “lectores-oyentes”, una literatura que también fue de “amplia difusión”, a través de los impresos de cordel. En los años 1910, la Imprenta Universal de Madrid publica aún los libritos como los  Apuros de una gallega para venir a Madrid y Los crímenes de Landrú con fotografías ya, por todo el territorio español, y, para la narración de crímenes o milagros, se siguen imprimiendo romances de ciegos, representativos de una literatura “para vender y para cantar” (Díaz Viana, 1987) ya que después de oírlo, se puede comprar algún pliego de cordel. Algo presente, como sabemos en la obra de Valle-Inclán quien compone el  “Romance del ciego” al final de Los cuernos de don Friolera: « En San Fernando del Cabo, perla marina de España, residía un oficial/con dos cruces pensionadas » […] A la mujer y al querido/los degüella con un hacha/de los pelos los agarra/y con ellas se presenta”,  etc. (Valle-Inclán, 1990, 223-226).

            Y para la satisfacción de las necesidades prácticas de la vida cotidiana o secreta o de unas necesidades culturales emergentes, un sin fin de “colecciones populares” o “de consumo” que no se suelen anunciar ni contabilizar. Desde las Cuentas hechas o los distintos Secretarios hasta Los curas en calzoncillos o Tocando el órgano, más pornográficas que sicalípticas (Guereña, 2011).

            La mayor parte de estos impresos no llegan a libros. En la estadística del depósito legal son los más numerosos, como en 1917:  6.019 folletos y 4.820 libros. Epitalamio, incluso Sonata de otoño y cualquier número de una colección semanal son folletos a efectos de la contabilidad estadística.  

Si nos fijamos ahora en la evolución de los libros stricto sensu (para medir las evoluciones existen otros indicadores como el consumo de papel o la potencia impresora instalada), los que se anuncian en Bibliografía Española, en tiempos de libertad de prensa por lo que al libro toca, el número de títulos publicados aumenta rápidamente. En los años 1910-1930 según las cifras del depósito legal BNE varía entre 2.500 en 1920 y casi 5.000 en 1915. La oferta cumulada de la Sociedad General de Autores (dramáticos y líricos) creada en 1899, abarca, en 1913, unos 20.000 títulos de comedias, dramas, zarzuelas, etc.

En tales estadísticas, no entran todos los libros : por ejemplo, la histórica novela a peseta de finales del siglo XIX que, con la preocupación de ponerse “al alcance de todas las fortunas” como dice la editorial El Gato Negro  a propósito de su colección “La novela maestra”, va cobrando formas aún más asequibles. Para hacerse una idea de lo que pudo representar tal oferta, basta referirse al catálogo de 250 colecciones de consumo (60 de ellas en catalán): en sus denominaciones se puede apreciar la intención editorial de ampliar el círculo de compradores y lectores al calificarlas de “popular”, pero también de “económicas” o “de todos” y “para todos”. En ellas se nota, ya en 1917, la impronta del cine como en La Película Escrita (El cine en casa) en la que la Editorial Seguí publica semanalmente una película por 10 céntimos.

Tampoco entran todas las obras o novelas por entregas cuya publicación y venta fraccionada, bajo forma de cuadernos de módico precio y contada lectura, entregados a domicilio cada semana, de una obra que se irá completando, hasta poder encuadernarla con tapas editoriales o coserla burdamente, sigue vigente aunque no tan boyante : con sus tradicionales autores del XIX y las obras del prolífico Luis de Val , editoriales como la Editorial Castro y su Palacio de la novela pero también La Cara de Dios. Remito al estudio de Catalina Míguez Vilas (1998).

            Ni la novela popular por cuadernos que, bajo la influencia —tardía— de la dime-novel norteamericana, publica semanalmente un fragmento de una narración corrida,  se empiezan a publicar para lectores adultos, pero sobre todo para un público infantil, bajo forma de unos fascículos de 16 o 32 páginas in 4°, correspondientes a un episodio completo  dentro de una historia más larga, con una bonita cubierta alusiva a varias tintas, distinta cada semana, en la que se anuncia el “próximo episodio” (Los misterios de París, o El secuestro de una hija, por ejemplo).

Téngase en cuenta también que estas estadísticas solo parcialmente tienen en cuenta la muy arraigada, y siempre prolífica literatura religiosa aunque menos novedosa y aparatosa (no suele tener cubiertas ilustradas) de libros y no libros (las novenas, las estampas, etc.), para la formación del clero y unos usos compartidos o privados en un país donde, a pesar de una creciente laicización de las prácticas sociales y culturales,  la religión católica representa aún un poder social de primera importancia.

Lo mismo pasa con los libros de texto donde se observa un fuerte aumento de los títulos ofertados (187 títulos en 1890-1899, 310 en 1900-1909, 392 en 1910-1919, para la enseñanza primaria, según la base de datos MANES), con una elevada proporción de los llamados libros de lecturas (de trozos escogidos, fábulas, cuentos, narraciones históricas, de educación moral) cada vez más adecuados a la edad y al grado del alumno. Y también con libros impresos en catalán, vascuence y gallego. Mucho más en catalán que en gallego, valga la verdad, aunque en Galicia, en los años 20, la Editorial Céltiga de El Ferrol y su colección « Novela Mensual Ilustrada » (1922), Nós o la colección « Pombal » de Edicións Castrelos intentan dar bases librescas a una cultura de expresión gallega, con claros vínculos con la diáspora.

Total:  el libro de literatura resulta ser una ínfima parte de una ingente producción impresa. En 1917, por ejemplo, solo 450 de los 1.446 títulos anunciados por Bibliografía Española pertenecen a la literatura (menos que los títulos clasificados en Ciencias), y posiblemente haya que distinguir entre literatura nacional y literatura traducida (un 50% para la novela en los años 1880-1890, del francés fundamentalmente, al ser Francia entonces la nación de referencia dominante, hasta que a principios del siglo XX empiece a darse una clara diversificación de la literatura fuente. En 1933-34, cuando la producción editorial alcanza ya más de 3.800 títulos venales, más de la tercera parte son traducciones.

Conviene por supuesto calificar esta producción y cada ítem con la variable de las tiradas, las comprobadas, no las fantásticas, como a menudo suele suceder. Las primeras tiradas: 1000 ejemplares para la primera edición de Jardín novelesco, 3;000 a 5.000 para las novelas de  Ricardo León 14 y hasta 20.000 para las 4a y 5a series delos Episodios Nacionales que luego tardan 17 años en agotarse, como pasa con Cánovas, entre 8.000 y 25.000 para las novelas cortas de las colecciones semanales. Pero también interesa fijarse en las tiradas cumuladas y el ritmo de venta a corto, medio y largo plazo, para poder observar, por ejemplo, que entre 1910 y 1931 de El amor de los amores de R. León se vende tres veces más ejemplares  que de La sed de amar de Felipe Trigo entre 1910-1919.

Además, no todos los libros/impresos producidos en España en España tienen salida en España : Hispanoamérica llega a ser un mercado imprescindible aún disputado por los editores franceses en español que progresivamente quedarán desbancados por los editores españoles.

            ¿ A qué viene tanto inventario y acumulación de datos y cifras?

Creo que sirve para contextualizar y relativizar : este es el panorama en que se sitúan las obras materiales y literarias de Valle-Inclán que no todas son libros como hemos visto, y también, para poder constatar que la producción impresa de Valle-Inclán no solo es representativa de una situación y evolución, sino original y en algunos casos emblemática.

 

Los libros de Valle-Inclán: ¿representatividad o excepcionalidad ? En la España de principios del siglo XX, en el mundo del libro se observan dos grandes tendencias :  por una parte, una masificación y diversificación de las colecciones autocalificadas de “populares”, con imágenes, las llamadas colecciones de consumo “al alcance de todas las fortunas”; unos productos editoriales poco tenidos en cuenta, pero que cuantitativamente tuvieron, obviamente, una mayor aceptación que la literatura canónica social y estéticamente dominante. Y, por otra, una preocupación por  las obras de referencia y la distinción en la apariencia física del libro. Se observa en efecto, una explícita preocupación por dotar a España de unas obras de referencia y satisfacer con eficacia la demanda de textos, de obras clásicas, de teorías y estudios o de propuestas pedagógicas, caso de la « Biblioteca Moderna de Ciencias Sociales » dirigida en Barcelona por Santiago Valentí Camp, y, desde 1906, de la « Biblioteca de Filosofía Científica » de la Librería Gutenberg. Esta preocupación encuentra su expresión más duradera en La Lectura, creada en 1901, con, por ejemplo, los siete títulos de esmerada presentación, encuadernados en tela, con una profusión de dibujos y vivos colores, de la « Biblioteca Juventud » donde, con motivo de la Navidad 1914, se publican los 3.000 primeros ejemplares de Platero y yo. Elegía andaluza de J. R. Jiménez con ilustraciones del dibujante valenciano Fernando Marco. A esta misma preocupación de regeneración y modernización de España con la mirada puesta en Hispanoamérica, responde  “El Espasa” esto es:  la Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana, cuya publicación escalonada de 1908 dura hasta 1930, y unas editoriales de emblemáticas razones sociales como Renacimiento, Biblioteca Nueva, la CIAP, las publicaciones de la Revista de Occidente o las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes al cuidado de Juan Ramón Jiménez tan atento a la elección de los caracteres o a la distribución de las páginas para lograr, por la presentación tipográfica, la belleza formal (Sánchez García, 2001).

En la misma época, Barcelona, a donde Valle-Inclán  “traslada” algunas de sus obras, con sus nuevas y boyantes casas editoriales innovadoras (Gassó, Seix Barral, Labor, Joventut, Apolo, etc.), algunas de ellas (El Gato negro, Molino, etc.) especializadas en la edición de consumo –un sector muy exportador– (Llanas, 2004), va recuperando su protagonismo de marras, en España e Hispanoamérica, caso de los Salvat cuya odisea hispanoamericana ha reconstituido Philippe Castellano (2010).        

Obviamente, Valle-Inclán participa más de la segunda tendencia que de la primera.

Pero para poder entender e interpretar lo que está efectivamente pasando en el campo del libro (y del impreso) en tiempos de Valle-Inclán y, sobre todo, cómo se distinguen sus libros de los demás, creo necesario no solo situarlo como se suele hacer dentro de las corrientes estéticas y literarias —todas, incluso las más repetitivas y convencionales­—sino intentar conocer mejor a los actores del libro y a los componentes del libro, vía la bibliografía material. 

            El libro como producto industrial es obra de muchas manos, y si algo sabemos de sus autores y de la crítica, todavía es asignatura pendiente conocer mejor el papel que desempeñaron los demás actores de la producción y de la difusión del libro:  el impresor (¿con qué papel, qué tinta, qué tipos?), el regente, los encuadernadores, los editores, los muy denostados por Valle-Inclán libreros, hasta el que compra y lee el libro.

            Estoy hablando en general porque para muchos libros de Valle-Inclán, gracias a los estudios de Joaquín del Valle-Inclán (pienso, entre otros, en el catálogo de la exposición de 1998 y a su Valle-Inclán y la imprenta) mucho sabemos ya al respecto. Pero haría falta saber más sobre ciertos impresores de las obras de Valle-Inclán, como Ambrosio Pérez y Cía, A. Marzo (impresor de Corte de amor, Sonata de Estío, Flor de santidad, Sonata de primavera y de unos 300 libros más entre 1900 y 1910, según el Catálogo del Patrimonio Bibliográfico Español),  la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, la Imprenta Alemana, la Imprenta Cervantina, la Imprenta Clásica, La Tipografía  Yagües, Rivadeneyra, etc., no todas de igual calidad: compárese la edición de Sonata de estío por Marzo en 1903 y la de 1906 por Sucesores de Hernando, por ejemplo (Botrel, 2009, lo cual, como luego recordaré incide en el propio sentido que se le puede dar al texto. 

            Centrémonos en dos aspectos que perfectamente se pueden ilustrar con el ejemplo de Valle-Inclán: la nueva estética del libro y la afirmación de la autoría.

 

Hacia una nueva estética del libro. En la España de Valle-Inclán, no solo cambia la edición sino también el libro —su imagen y representación—, bajo los efectos de una nueva estética : mientras las coloridas cubiertas en cartoné remiten ya a concepciones del siglo pasado,  empieza a manifestarse una preocupación estetizante perceptible en las encuadernaciones artísticas de Josep Roca, por ejemplo (Vélez, 1989) y en algunos editores como Rodríguez Serra, Martínez Sierra o José Gallach y Torras quien, en 1909, en la Primera Asamblea Nacional de Editores y Libreros de España, afirma la responsabilidad de los editores en "la depuración del buen gusto, para obtener un ejemplar modelo, y de este modo acostumbrar(emos) a los lectores a inclinarse insensiblemente a todo lo bello, despertando en la gran masa el sentimiento artístico".

            Fijémonos, por ejemplo, en las cubiertas que ya habían llegado a ser un lugar estratégico : lo expresa muy bien y casi lo teoriza Blasco Ibáñez (Herráez, 1999, 216, 192) exigiendo unas cubiertas llamativas con “mocitas desnudas o con poca ropa y cachondas”, dice. En los años 20, la cubierta ilustrada y en color es ya casi sistemática, como en la editorial Pueyo o Renacimiento, gracias a la colaboración de dibujantes como Marco (autor de unos 300-400 originales para Renacimiento) ; Baldrich, Carlos Vázquez, etc. ya son "firmas" cotizadas, y para los libros de Valle-Inclán, José de Moya del Pino o Ángel Vivanco, Ricardo Baroja, o Romero de Torres.

En cualquier publicación impresa expuesta en una librería o en un kiosco, lo que salta a la vista es la « llamativa y artística » cubierta augural/inaugural, ilustrada y policroma ya de manera predominante. Es un como « cartel del libro », un  « estandarte » o una « etiqueta », un  « espacio espectacular » liminal por donde se entra en el libro y donde se visualiza, como en un escaparate, una combinación de complementarios  elementos gráficos e icónicos, capaces de captar y retener la atención del posible lector y que predictivamente introducen explícita o falazmente a la historia y al texto. Dicha cubierta ilustrada se puede caracterizar como un « mecanismo visual de incitación a la lectura». Es una como seña de identidad y de identificación, anterior a la lectura propiamente dicha hace que la novela le “entra[r]a al comprador por los ojos” (Eguidazu, 2008, 122). En los años treinta, pocas novelas, incluso las de a 5 pesetas, prescinden de la cubierta ilustrada y en color, y abundan las ilustraciones del curso del texto que sirven para un acompañamiento ritmado del texto, un como comentario gráfico de las obras […] la ilustración del curso del texto tiene una función explicativa, como imitación cuyo sentido se ha de buscar en las construcciones verbales en que se apoya;  la ilustración explica, declara, comenta, aclara, realza y enriquece el verbo con su esplendor, tranquiliza al lector. Quien quiera saber más sobre este lugar estratégico, lea los excelentes estudios de Christine Rivalan al respecto (Rivalan Guégo, 2003, 2004).

Excepto en las colecciones “populares”, tal preocupación estética y a veces estetizante también se manifiesta en la puesta en página y en libro (Sánchez García, 2001) como en las Opera Omnia de Valle-Inclán o las obras editadas por Renacimiento ofrecen ya libros con exigencias de belleza. Sin embargo, tal vez sea Juan Ramón Jiménez el que, por ahora, teorice y ponga por obra con exquisitez muy... juanramoniana, estas nuevas exigencias: "creo que el libro por sí, aparte de su contenido debe ser una obra de arte" escribe, y manifiesta su odio a los libros erratudos o sea donde la confección tipográfica, la calidad del papel, la encuadernación no resulta perfecta. El propio Lorca no se desinteresa del libro que acoge a sus poemas: "quiero que salga a gusto mío ya que soy el padre" dice y afirmará ya claramente sus preferencias y responsabilidad al declarar no querer "cretonas": de ahí el florero dibujado en el primer Romancero gitano.

Esta preocupación estetizante también impacta las encuadernaciones artísticas e incluso industriales, por ejemplo, y no solo las publicaciones de « caire distinguit”, como se dice en catalán. 

            La transformación radical del panorama visual perceptible en el libro, seguirá experimentándose en las revistas.

            En esta ya caudalosa corriente, se sitúan, pues, los libros de Valle-Inclán cuyo examen desde la bibliografía material ya ha aportado muchas y excelentes informaciones. Solo destacaré la revolucionaria inestabilidad de los textos valleinclanescos sintomática de aquella “fiebre del estilo” destacada por Margarita Santos Saz a propósito de los manuscritos de Valle Inclán en su precisa y esmerada edición del Cuaderno de Francia (Santos Saz, 2016); una inestabilidad que cuestiona la propia noción texto de referencia; su clara y constante aspiración al libro  —al ser coleccionado en un libro perenne, además de las ventajas financieras de la doble publicación, el cuento periodístico y por ende efímero cobra otro estatuto simbólico— y al libro con personalidad artística. No sé si el discurso de Valle-Inclán sobre el libro daría para un “Valle-Inclán y los libros” como el Azorín y los libros de marras (1993), donde se ve que el joven Martínez Ruiz sabe valorar Epitalamio en 1897 como « un tomito por el estilo de los de Guillaume de París aunque mal aliñado (aquí en Madrid no saben hacer estas cosas)”, observa.

            Lo cierto es que Valle-Inclán más aún que otros autores nos obliga  a tener en cuenta la función expresiva de los dispositivos formales observables en el libro que obedecen a una intención (la del autor, del editor, del impresor) y pretenden orientar la recepción, controlar la interpretación, calificar el texto y al estructurar la parte inconsciente de la lectura como soporte que son para el trabajo de interpretación, fijarnos en  la « enunciación editorial » como ahora se dice (Langages 154, 2007) y, siempre,  en la materialidad del libro o del impreso ya que, como también recuerda Chartier (2006, 16), « la obra solo existe en las formas materiales, simultáneas o sucesivas, que le dan existencia”.

Fijarnos hasta en detalles aparentemente intrascendentales como enviar un libro intonso o cortado, como cuando, en 1895, al enviar Valle-Inclán un ejemplar de Femeninas a Clarín, precisa que “ha cuidado cortar las hojas, no porque sea a usted más fácil leerlo que no le supongo tanto vagar ni paciencia sino el hojearlo”.  Véase, por ejemplo,  lo que le sugiere a Trapiello (2006, 78) la edición de La lámpara maravillosa donde “El ornamentista José Moya consigue sumar al modernismo el aire neoplateresco que tanto le convenía a un escritor empeñado en cantar las glorias extintas de los viejos hidalgos españoles y  ese otro aire de barroco cuya profusión de bestiario parece invadir ciertas catedrales pazos y cruceiros gallegos”, calificando las Opera Omnia, con razón de “tomos emblemáticos e inseparables de la obra de su autor”.

Estas opciones estéticas participan de otra tendencia observable en la época y es la creciente afirmación de la autoría.

 

La afirmación de la autoría. De sobra se conocen las difíciles y hasta conflictivas relaciones de Ramón del Valle-Inclán con los editores y libreros cuyo « concepto pacato, ruin, misérrimo del comercio » denunciaba en 1910 (Castro, Villarmea, 2004, 655), su deliberado e inveterado mariposeo editorial que le llevó a cambiar de administrador o de editor para unas obras mayoritariamente autoeditadas y su aspiración a « triunfar en los dos extremos de la cadena, el literario y el económico (que) explica el alto grado de exigencia que demanda en las condiciones de edición y los conflictos que esto supone » (Valle-Inclán, 1998).

Podemos observar que con la diversificación (incluso geográfica) de los cauces de publicación de sus obras y la multiplicación de las apariciones de la firma Valle-Inclán —de su persona y de sus obras—, a pesar de las cortas tiradas  de cada edición de sus libros, va consiguiendo Valle-Inclán, progresivamente, como por acumulación y saturación, una amplia difusión de su obra que acompaña y favorece la consiguiente notoriedad literaria. No sé si mucha « moneda fullera ».

Porque la innovación editorial también consiste en el establecimiento de una política de autores.

            A raíz de la diversificación, de la profesionalización y de una relativa masificación de las ventas, van transformándose las relaciones de los escritores con los editores, ya muy distintas de las impuestas por Hernando a Galdós (Botrel, 1974). Si algunos autores como Valle-Inclán, quien llegará a cobrar el 25 y hasta el 30 % del precio de venta al público (Barrère, 1983, 249), y Ricardo León pueden seguir comprando el papel de sus libros, imprimiéndolos por su cuenta para venderlos después a un editor-difusor, la diversificación de los quehaceres y de los medios, el aumento de la demanda editorial permiten a los autores unas condiciones más favorables y una especie de tarificación de sus colaboraciones en la prensa, por ejemplo. Un autor como Luis Araquistaín explica a La novela de hoy (en el número almanaque de 1924) cómo de autor de perra chica, ha pasado a serlo de perra gorda e incluso de tres perras gordas...

            También puede observarse cómo se generaliza la costumbre de la pluri-publicación (vulgo: refritos) o de la publicación sucesiva con mínimas transformaciones que valora más la unidad producida -caso de Valle-Inclán estudiado por E. Lavaud (1991). Algunas obras se benefician ya de adaptaciones para el cine mudo o sonoro, como para El negro que tenía el alma blanca publicado en 1922 por Alberto Álvarez-Insúa.

            Se suele aludir a los dos inmensos éxitos populares de Pérez Lugín, con 50.000 ejemplares de La Casa de la Troya vendidos en 1916, a las tiradas de 20 o 30 000 para Pedro Mata, pero, según el propio Baroja, editado entre 1917 y 1930 por Caro Raggio, un gran éxito era para él seis u ocho mil ejemplares... ¿Vivir de su pluma ?  Si renunciamos a repetir unas cifras dadas por buenas sin haberlas comprobado, nos encontramos con que efectivamente vivir de su pluma es una aspiración cada vez más compartida, pero que con solo las ventas de sus libros muy pocos escritores pudieron vivir bien y menos enriquecerse. Sabemos a ciencia casi cierta que con parte de los 200. 000 ejemplares de sus obras traducidas al francés y publicadas por Calmann-Lévy, el « ostentoso vendedor ; que  de novelas » pudo ganar 102.000 francos entre 1921 y 1927, o sea : entre 45.900 y 31.620 pesetas según las fluctuaciones del franco con relación  a la peseta ; que con las ventas de 15 títulos (17 volúmenes)  Ricardo León, quien también se beneficia en algún momento del mecenazgo del Banco de España pero sobre todo de los sectores conservadores promotores de un "modernismo casticista" (Ara Toralba, 1998), pudo ingresar por este concepto entre 1910 y 1919 de unas 24.000 pesetas por año (casi cinco veces el sueldo de un catedrático de universidad en aquella época), muy lejos del millón de pesetas ganadas en 1910 y siempre dado por "seguro”. Que Felipe Trigo pudo ganar unas 10 500 pesetas como promedio entre 1901 y 1909 y que Galdós cobró unas 45 000 anuales entre 1904 y 1911 a costa de dilapidar los 90 títulos de los que aún es "propietario" en la casa Hernando (Botrel, 1974) o las 6 000 pesetas que en 1934 declara Baroja conseguir con la pluma (Barrère, 1983, 245). No sé si se han hecho cálculos parecidos para Valle Inclán.


Los lectores de Valle-Inclán. En este rápido panorama, queda por ver cuál pudo ser el papel de unos demasiado olvidados actores, los lectores, los antiguos y los nuevos .

Obsérvese primero que aunque con fuertes reticencias por parte de los sectores conservadores y católicos – y también docentes—, va evolucionando el discurso sobre la lectura y el libro, si no totalmente amigo aún ya no tan enemigo : va cundiendo el discurso progresista y reformista sobre el libro considerado ya  como « redentor » aun cuando todavía se encuentran fuertes reticencias desde las minorías cultivadas El discurso en pro de la lectura y más acoplado a las prácticas lectoras efectivas o deseadas, hay que buscarlo en la repetidas manifestaciones de buenas —y lógicamente interesadas—intenciones de los editores: a lo proclamado por  varias colecciones literarias semanales, o en lo que escribe, en 1922,  Dédalo. Revista quincenal iberoamericana de la industria del papel, de las artes gráficas y de la publicidad publicada por CALPE:  « hacen falta hojas impresas, muchas hojas impresas... Esto puede matar aquello. Aquello es la ignorancia, el vicio, la criminalidad, las luchas sociales, la espantosa anarquía... Esto es el libro, la revista, el periódico que nos llevará a conquistar la verdad, a practicar el bien, a disfrutar la belleza » y al referirse a la recién inaugurada Casa del Libro no dudará en afirmar que : « el libro es sin disputa el más hermoso y el más importante instrumento de civilización, de recreo, de perfeccionamiento de la Humanidad manantial purísimo y abundante de alegría de riqueza, de felicidad. El que nos hace más inteligentes, más fuertes y más humanos. Bien merece pues [...] un palacio tan suntuoso ». Un discurso correspondido y acompañado por unos nuevos segmentos de la sociedad: los obreros, las mujeres y los niños y jóvenes.

Obsérvese después que el primer tercio del siglo XX en España acceden a la lectura de manera significativa unos « nuevos lectores » y entre ellos los niños, las mujeres y los obreros, aparentemente poco adictos a la lectura de las obras de Valle-Inclán en aquellos tiempos ni después:  de una encuesta de El Sol de mayo de 1927, resulta una marcada preferencia de las lectoras por Galdós, Cervantes, Concha Espina, Palacio Valdés (citados más de 100 veces) y luego, con 60 menciones, por Pérez de Ayala, Benavente o Blasco Ibáñez. Entre las “lecturas gratas” de los 43 españoles nacidos antes de 1920 (Rivalan Guégo, 2007) , suena poco Valle Inclán y no suele entrar en las lecturas de los obreros asturianos estudiadas por Mato Díaz (2004).

Falta saber más de las finalidades de sus lecturas, ¿desde qué motivaciones éticas/estéticas?, según los distintos segmentos etarios, sexuales o sociológicos o lingüísticos en aquellas áreas de España donde estaba vigente otra lengua que el castellano. Este trabajo más antropológico que sociológico está casi del todo por hacer, menos en el trabajo de Christine Rivalan Guégo (2007).

Y, tratándose de Valle-Inclán, cómo llegó a encontrar su público o un público contemporáneo (lectores y espectadores) y más aún extra-contemporáneo (con la ayuda del canon), siempre con el libro y su entorno, de por medio.

Lo que sí nos consta es que todas estas lecturas son objetivamente cada vez más accesibles física, económica y estéticamente:

-Gracias al doble y complementario sistema de difusión del impreso en las librerías y en los kioscos. Gracias también, aunque en menor medida al incipiente sistema de lectura pública, en Cataluña sobre todo, con la presencia de obras de Valle-Inclán en las bibliotecas.

-Por ser en total más baratas (Botrel, 2004).

-Porque para un mismo título se dispone ya de versiones formal o económicamente adaptadas

- Porque la fragmentación observada en la prensa, en las novelas por entregas, en los fascículos, etc. no es rémora para que se pueda disponer luego se pueda llegar a fabricar y poseer un verdadero libro.

-Porque la propia evolución de la forma del libro permite una mayor accesibilidad a unos textos cada vez más compartibles gracias a la presencia casi sistemática de elementos icónicos (en la cubierta, de fijo)  lo cual compensa el carácter a menudo desaliñado y amazacotado de la mancha.

 

Con razón destacaba José Carlos Mainer (1988, 135-170), la conjunción que se da entonces de la oportunidad de un público favorable, la posibilidad de unos medios de difusión idóneos —inclusive la prensa—, la configuración de una conciencia de autoría (aun cuando muchos autores se resignan a ser escribidores), y lógicamente algo que leer, difundir y escribir, como explicación de la pugna o batalla por conquistar a los lectores e incorporar la sensibilidad joven a la audiencia potencial española.

Se trata de un momento, pues, en el que coinciden de alguna manera casi todos los antiguos y unos modernos cauces de expresión cultural y soportes de lecturas, incluso los de comunicación de masas que también se califican de “populares”.

            Pero ni el texto ni el libro mueren con la muerte de su autor y este somero repaso a un campo aún no totalmente explorado, peca por ser parcial y demasiado contemporáneo de Valle-Inclán, y convendría estudiar cómo los sucesivos actores del libro, los editores y demás, a través de la forma de los libros, han podido contribuir a fortalecer o alterar —y hasta revolucionar— la imagen y el sentido que a través de la forma libresca de Valle-Inclán y de sus textos, y observar cómo las posibles evoluciones del canon literario han podido ser acompañadas o favorecidas por el canon libresco. Como se puede ver en la exposición (Santos Saz, 2016b) que ha dado pie para este trabajo.

 

Jean-François Botrel

Université Rennes 2

botrel.j-f@orange.fr/  http://www.botrel-jean-francois.com

 

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[1] En este estudio centradaoen Valle Inclán utilizo a veces reflexiones y frases de dos estudios míos : Libros y lectores en la España del siglo XX, Rennes, JFB, 2008 y La sociedad lectora española a principios del siglo XX, Rennes, JFB, 2016.